sábado, 23 agosto, 2025
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Entre el fogón encendido y las tranqueras abiertas, los perros de campo forman parte del alma rural

No se los ve en postales, no salen en los libros de historia, no son de competencia, y sin embargo están ahí, desde siempre. En la entrada del galpón, bajo el ombú, junto al fogón o a la par del caballo. Anónimos, leales, atentos. Compañeros que no piden más que un silbido y un gesto. Son parte del paisaje, pero también del alma rural.

El perro del campo no es de raza fina, no duerme en almohadones ni come balanceado. No conoce la correa, pero sí el camino. Duerme donde puede, come lo que queda y vive con la dignidad de quien se ha ganado su lugar. Muchos llegan sin que se los llame. Aparecen un día, flacos, sucios, con la mirada herida, suplicante, y se quedan. Al poco tiempo ya saben todo: por dónde pasan las ovejas, cuándo se va a largar la lluvia, a qué hora suena el motor de la vieja camioneta. Aprenden sin que nadie les enseñe, porque llevan el instinto del trabajo en la sangre.

Hay perros baqueanos, que conocen los caminos mejor que cualquiera. Se adelantan al jinete, corren por delante del tractor, vuelven solos del potrero cuando cae la noche. Hay perros boyeros, que arrean vacas con más paciencia que un capataz. No ladran porque sí: ladran cuando hay que hacerlo. Y hay otros, más tímidos, que sólo están. Son esos que se echan al lado del fogón y no se mueven hasta que se apaga la última brasa. Su amor se manifiesta en la mirada paciente cuando el amo ensilla, en la carrera paralela al caballo, en el ladrido que espanta un carancho del gallinero.

Los perros del campo nacen entre pastos, en galpones o bajo un árbol. Suelen ser hijos de otros perros criollos, mestizos, cruzas de cruzas, hijos del azar, curtidos por el sol y las heladas, que han aprendido a vivir a fuerza de instinto y lealtad. Pero tienen algo distintivo: una sabiduría muda, un apego sin condiciones, una dignidad que no se compra. Cuando el gaucho madruga, ya están despiertos. Si llueve, buscan un alero. Si hay que arrear, se adelantan al silbido. Y si alguien extraño cruza la tranquera, son los primeros en plantarse, hocico en alto, sin necesidad de ladrar. Porque el perro del campo no es sólo ayuda: es centinela, es guardián, es testigo de la intemperie.

Hay quienes los crían para trabajar: los kelpies, los border collies, los ovejeros alemanes, que aprenden órdenes como si entendieran el idioma. Pero los mejores, los más sabios perros del campo no aprendieron en ningún adiestramiento. Aprendieron mirando, oliendo, acompañando, errando. Se forjaron con barro, sol y alambre.

Los mejores, los más sabios perros del campo no aprendieron en ningún adiestramiento. Aprendieron mirando, oliendo, acompañando, errando. Se forjaron con barro, sol y alambreShutterstock

En muchas estancias el perro es parte de la familia. Tiene nombre, tiene historias, tiene su rincón. Se lo recuerda cuando falta, se lo nombra como a un viejo amigo. Y hasta aparece en alguna foto de familia junto al amo. Hay perros que vivieron trece, catorce, quince años. Murieron de viejos, de sabios. Fueron enterrados bajo un árbol o en el fondo del corral.

Pero también hay abandono. Hay camadas que nacen sin rumbo. Y, sin embargo, esos perros de nadie terminan siendo de todos.

Se dice que sienten el peligro antes que los hombres, que reconocen los pasos, detectan la tristeza y se adelantan al mal tiempo. Saben cuándo una tormenta o temblor se avecina y no se equivocan con las personas. Su fidelidad es conmovedora. No entienden de feriados, de horarios, de cansancio. Si su dueño se va al campo, ellos van. Si vuelve, ellos también. Si muere, lo esperan.

Los perros, habitantes indispensables en el medio ruralHernan Zenteno – La Nacion

Hubo perros que cruzaron ríos detrás del caballo. Que durmieron bajo la carreta en las mudanzas. Que lloraron junto al cajón de su amo o sobre su tumba. Hay un tipo de dolor en estos perros que no se ve en otras partes. Es un dolor callado y hondo.

Hoy, en tiempos de modernidad, muchos siguen ahí. Corren detrás del cuatriciclo, aprenden los caminos del dron, pero no cambian su esencia. No les interesa el progreso: les interesa estar. Porque el perro del campo no sirve para lucirse en concursos ni para posar en redes sociales. Sirve para mirar, para esperar, para volver. Es leal como el monte, silencioso como el alambre oxidado, firme como el barro seco. Y cuando ya están viejos, cuando los huesos les pesan y los ojos se les opacan, nadie los deja atrás. Se les hace un rincón en el galpón, se les da pan mojado, se los acaricia aunque no puedan ya correr. Porque se sabe que sin ellos, el campo sería más frío, más solo.

Los perros del campo ladran al silencio, al viento, al recuerdo. Son el eco vivo de una forma de vida que aún persiste. Y mientras haya un caballo, una tranquera, un fogón encendido, habrá un perro criollo echado cerca. Esperando. Como siempre.

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