Uno de los principales estandartes de la actual cultura pop, el esqueleto cromado de Terminator, protagonizó seis largometrajes cinematográficos, una serie televisiva, dos webseries, un animé y cientos de cómics, novelas, muñequitos, juguetes, figuritas, videojuegos y toneladas de merchandising, sin contar la icónica frase (“Volveré”) que traspasó la pantalla y se instaló en el habla cotidiana del mundo entero. Antes de todo esto, hace 40 años, James Cameron y Arnold Schwarzenegger presentaban una pesadilla post-apocalíptica sobre el fin de la humanidad a manos de las máquinas. Un film modesto que, mezclando la ciencia ficción y el policial negro, disparó un debate religioso, cambió el rumbo de la industria hollywoodense y patentó el modelo contemporáneo del héroe de acción globalizado. También instaló, de manera premonitoria, la amenaza tecnológica derivada del uso incontrolado de la Inteligencia Artificial. Nada mal para una película que nació de un sueño y quiso expulsar a su máximo referente.
Las llamas lo cubrían todo. El calor lo sofocaba y el humo no le permitía ver con claridad. Sólo notó una silueta, al fondo del pasillo, arrastrándose por el piso y avanzando de manera decidida hacia él. No le gustó cómo se movía, esa letanía mecánica no le anunciaba nada bueno. “No viene a salvarme, viene a matarme”, pensó. Arrinconado entre el infierno y esa ominosa figura, no tenía dónde escapar. Lo vio acercarse en cámara lenta, con las lenguas de fuego abriéndose para mostrarle la última imagen que guardarían sus retinas. Un esqueleto cromado, con los ojos rojos y empuñando un filoso cuchillo de cocina. No emitió sonido. Soltó el aire que le quedaba en los pulmones y se dejó ir.
Se despertó gritando, todavía atemorizado por el vívido sueño que acababa de protagonizar. Entre espasmos, tomó la libreta que dejaba cada noche sobre la mesa de luz y anotó de manera apurada: “El futuro no está escrito”. Después empezó a relajarse y a reconocer el entorno. Habitación barata en la periferia de Roma, donde se estaba alojando mientras luchaba con el rodaje de Piraña 2: Los vampiros del mar, película ítalo-norteamericana que buscaba rapiñar el filón inaugurado por el Tiburón de Spielberg. La producción daba más terror que el film en sí. El dinero escaseaba, había que hacer malabares para que los efectos especiales no generaran tantas risas y el sueldo no le alcanzaba ni para comer. De hecho, hacía semanas que desayunaba, almorzaba, merendaba y cenaba los pancitos dulces que le regalaban en la pensión.
Harto de la situación, salió de la habitación y fue como una tromba hasta las oficinas de la productora. Expuso sus quejas de manera airada. Lo escucharon y lo despidieron. Corría 1982 y un joven James Cameron terminaba de la peor manera su primera experiencia como director de cine. ¿De la peor manera? “No lo creo -dijo muchos años después, cuando ya era un peso pesado de Hollywood-. Me fui de ahí con algo que no tenía cuando llegué: una idea”.
Parábola religiosa
En el vuelo que lo trajo de vuelta a Los Ángeles, pulió el nudo argumental de su próxima película. En el futuro cercano, las computadoras de la red militar de defensa generan conciencia propia y desatan una guerra nuclear. Con la humanidad al borde de la extinción, la resistencia encuentra al líder carismático que necesita para enfrentar y derrocar al totalitario imperio de las máquinas. Para evitarlo, en el 2029 la Inteligencia Artificial envía al pasado (nuestro presente) a un cyborg indestructible conocido como Terminator. Tan letal como efectivo, el androide cibernético tiene una única y prioritaria misión: asesinar a quien se convertirá en la madre del líder guerrillero, evitando así su nacimiento y cortando de cuajo cualquier tipo de esperanza.
Fuera del aeropuerto, Cameron contactó a su amigo William Wisher Jr., actor frustrado que había dado paso a un guionista cinematográfico de imaginación frondosa. “Jim ya tenía el guion terminado, sólo me pidió ayuda para el desarrollo de algunas escenas y el pulido de los diálogos finales”, contó Wisher Jr. En incontables llamadas telefónicas, los dos generaron aquellos nombres y conceptos que terminarían modificando de cuajo la industria. A cuatro manos, definieron el rol de la red neuronal artificial Skynet, el mudismo impertérrito de los dos Terminators, el esqueleto cromado del sueño y un modelo más avanzado, fabricado con metal líquido, y las personalidades de Sarah Connor y su hijo John.
Queriendo o sin querer, hicieron de la saga una parábola religiosa donde John Connor terminó compartiendo con Jesús Cristo algo más que las iniciales. Ambos cargan sobre sus espaldas la salvación de la humanidad, mientras son perseguidos y protegidos por arquetipos de naturaleza mística. Para los más creyentes, el personaje de Kyle Reese, el humano que viene del futuro para proteger a Sarah Connor de los Terminators y termina transformándose en el padre de John Connor, sería el equivalente al Espíritu Santo que fecundó a la Virgen María. “No sé qué decir sobre esa idea -se sinceró Wisher Jr.-. Sí creo que el film desarrolla un tema común a distintas religiones, que es la batalla entre el libre albedrío y la supresión de toda voluntad. Pero de ahí a decir que John Connor es el Jesucristo de la era tecnológica… No sé. Las iniciales de James Cameron también son JC”.
Con el guion terminado, Cameron se reunió con la productora Gale Anne Hurd, con quien había trabajado en su época de asistente de Roger Corman, rey del cine clase B y director de clásicos como La tiendita del horror y una seguidilla de adaptaciones de Edgar Allan Poe protagonizadas por Vincent Price. Hurd aceptó producir la película, en parte porque le atraía el proyecto; y otro poco porque Cameron le vendió los derechos por 1 dólar. “Sólo puse una condición -recordó el autor de Titanic y Avatar-: yo la tenía que dirigir”.
El siguiente paso fue elegir a los actores, algo que Cameron ya tenía definido en su cabeza. Su futura esposa, la desconocida Linda Hamilton, encarnaría a Sarah Connor, protagonista absoluta del film. Los Terminators, caracterizados como figuras pequeñas, grises y capaces de pasar desapercibidas en medio de la multitud, correrían por cuenta de Lance Henriksen, cuya intensidad dramática Cameron había comprobado en el set de Piraña 2. Y para el rol de Kyle Reese, el director confiaba en las dotes profesionales de Michael Biehn, cuya carrera comenzaba a hacerse fuerte en la TV. Este último no le gustó nada a Hurd, interesada en garantizarse la proyección de la película en los cines europeos. Por ese motivo, le impuso a Cameron la presencia de uno de los más grandes fisicoculturistas de todos los tiempos, un enorme austroamericano de apellido impronunciable, que había obtenido su primer éxito en los Estados Unidos y España con su papel del bárbaro Conan: Arnold Schwarzenegger.
“Jim no quería saber nada con Arnold, pensaba que le iba a arruinar la película -confió Wisher Jr.-. E ideó un plan para sacárselo de encima”. Cameron y Schwarzenegger se juntaron para almorzar, los dos solos. “La idea era volverlo loco mientras comíamos -recordó el director-. Me iba a comportar como un pelotudo insoportable y soberbio, así él se iba a molestar conmigo y renunciaría al proyecto. Pero las cosas no salieron así”. Cameron volvió del restaurante convencido de que Arnold tendría que ser el Terminator. “Me dijo que él veía al personaje como una especie de tiburón, sólo enfocado en su presa, siempre avanzando hacia ella. En tensión permanente, dispuesto a atacar”, reveló.
Con los roles reasignados, Henriksen pasó a interpretar a un policía de la ciudad de Los Ángeles. “Pero tuvimos que cambiar el guion, porque era imposible que el Terminator de Arnold pasara inadvertido por la calle”, aseguró Wisher Jr. Con el cyborg en el centro de la trama, el segundo Terminator fue eliminado por razones presupuestarias. “Me di cuenta que todavía no existía la tecnología necesaria para los efectos especiales que necesitaba el metal líquido -declaró Cameron-. Eso recién lo pudimos hacer en la secuela, Terminator 2: El Juicio Final (1991). Y la presencia física de Arnold garantizaba el impacto emocional sobre el espectador”.
A punto de empezar a filmar, Wisher Jr. sumó un detalle de último momento. “Se suponía que el Terminator tenía que hablar poco, pero no tan poco -explicó-. Por eso le agregamos un par de líneas pensadas específicamente para Arnold. La última que escribí, la más intrascendente, se la hicimos decir después de que le denegaran la entrada al cuartel de Policía. ‘Volveré’ (I’ll Be Back, en el inglés original) debería haber pasado sin pena ni gloria. Pero terminó volviéndose icónica y representativa de la saga”.
El rostro de la IA
Terminator (The Terminator) se estrenó en los Estados Unidos y Canadá el 26 de octubre de 1984. Durante las primeras tres semanas de exhibición, fue la película más vista de Norteamérica, manteniendo esa posición en los podios de Europa y América Latina. Al principio, dividió las aguas de la crítica por su exacerbado nivel de violencia gráfica, pero la controversia finalmente se saldó en beneficio de la propuesta artística definida como Tech-Noir, equilibrada fusión entre los géneros de la ciencia-ficción y el policial negro, con condimentos provenientes del terror y el cine de acción. Tanto que, en 2008, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos consideró que la película debía ser preservada para la posteridad por sus méritos culturales, históricos y estéticos.
Además de lanzar a la estratosfera las carreras profesionales de Cameron y Schwarzenegger, Terminator se constituyó como franquicia multimillonaria, modificó el curso de la industria cinematográfica hollywoodense y su derrame globalizado. “Con su intensidad, capturó el espíritu tenso de la época -analizó Cameron-. No fue la primera película de acción de los ‘80, pero sí la que terminó de definir las características de la mayoría de las que vendrían después. Masculinidad paternalista, musculosa y sobrecargada de testosterona; militarismo exacerbado, violencia estéticamente coreografiada, muestras de humor cínico. La veo hoy en día y algunas cosas me dan un poco de vergüenza, pero por suerte la conciencia general ha ido cambiando”.
Lo que no se modificó es cierto impacto premonitorio sobre las amenazas tecnológicas derivadas del progreso alcanzado por la Inteligencia Artificial (IA). “Para la gente, el cráneo del esqueleto de Terminator representa el rostro más alarmante de la IA -apuntó Cameron-, una preocupación actual que comparto profundamente. ¿Cuál va a ser el límite ético que la humanidad le ponga a este desarrollo científico? En lo personal, creo que vamos camino a una carrera tecnológica que será equivalente a la carrera armamentista nuclear. Y mi miedo es que, en este escenario, la IA empiece a ser utilizada directamente como recurso bélico. Yo lo avisé hace cuarenta años, pero parecen no haberme escuchado. Por suerte, el futuro no está escrito”.
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